domingo, 27 de abril de 2014

Varick




El príncipe Varick no sabía lo que era tener amigos, todos los que le rodeaban eran sus siervos, simples piezas a su servicio, pero nada más. Así había sido siempre: nada de simpatías, nada de apegos, nada de debilidades. La debilidad era sólo para los pobres o los enfermos. Según su poderoso abuelo esa era la máxima de los triunfadores. Su victoriosa extirpe lo obligaba a comportarse como un villano, a serlo, ser alguien inflexible, sin sentimientos, sin remordimientos, una maquina preparada para aniquilar, para ganar. Le gustaba, no conocía otra forma de ser. Era sólo que a veces se sentía solo. Los que no eran siervos eran enemigos. Enemigos suyos, de su patria y de su tierra. Gente mezquina a la que había que destruir. Lo hacía con gusto, era su misión y sabía como cumplirla con eficiencia. Tanta perfección le había costado su infancia, su inocencia. Alguien sin emociones es incapaz de sentir remordimiento, culpa o dolor, así que pronto el príncipe Varick se convirtió en el hombre mas temido de cuantos territorios conquistados o sin conquistar hubiera sobre la faz de la tierra. El mundo era suyo y sus gentes… pero seguía estando solo. Todo el mundo le odiaba, le temía. No era para menos, su capacidad para ordenar cortar cabezas era de sobra conocida.
«Huyen a mi paso, tiemblan y lloran, gritan de horror, saben quien soy, saben de lo que sería capaz si me ofenden o me llevan la contraria, soy poderoso, soy fuerte, puedo vencerlos a todos. “La victoria es por naturaleza insolente y arrogante”. Yo soy insolente, arrogante, valiente. Me respetan y me temen, pero no me entienden, no me conocen».
–Haga algo noble –le recomendó Wadûd el hombre de confianza de su padre e instructor suyo en el arte de la lucha, un hombre ilustrado que había acabado siendo un pobre esclavo del imperio–: Estudie, póngase en manos de los mejores maestros, instrúyase sobre política, artes, elocuencia, ¡ganará en sensibilidad!, podrá recitar los mejores poemas homéricos, lea con avidez, cuando lo haga verá el mundo como un lugar mejor, más digno y más bonito. Su padre lo ha preparado para reinar, le ha otorgado una experiencia militar pero se ha olvidado de instruir su mente, su intelecto, quizás así…
Dejó la cuestión en el aire. Quizás así se convierta en un ser humano de verdad, pensó, pero apreciaba el hecho de tener la cabeza sobre los hombros así que calló.
Varick pensó que podría hacerlo, así que buscó tutores en los mejores rincones del planeta. Tenía diecisiete años y la corpulencia de un hombre de treinta, pero su cabeza… su cabeza no servía para recitar, memorizar o aprender. Jamás sería un erudito. Frustrado el intento por refinarse siguió siendo Varick el áspero, Varick el terrible. Y el mundo perdió a un par de sus mejores filósofos y pensadores, quienes pagaron la ineptitud de su amo.
Era de esperar que un hombre de su calaña tuviera numerosos enemigos. A sus pocos años ya había sobrevivido a varios intentos de asesinato: flechas, venenos, asaltos, sigilosas bestias rastreras entre las capas de su lecho. Nada había podido acabar con él. Era invencible. Llevaba en su cuerpo la eterna señal de sus exitosas campañas. Cicatrices cruzaban sus brazos, huellas de viejas suturas adornaban sus musculosas piernas. Era un hombre afortunado, siempre lo había sido, desde el día de su nacimiento. Una historia que su madre, con frecuencia, relataba gustosa.
«Sobre el lecho en donde te traje al mundo con grandes esfuerzos se vio una araña ascendiendo en su hilo, signo inequívoco de fortuna y un buen augurio para las parturientas quienes concedieron que serías muy afortunado. Además, tu nacimiento coincidió con el triunfo de nuestro ejército sobre los Menohis con quienes llevábamos más de veinte años de dura contienda. Apenas unos minutos después de que llegaras al mundo los animales se volvieron locos, los lobos con su lamento aullaron a un cielo de estrellas lagrimeantes, las estrellas caían del cielo. Aquellas señales, consideradas increíbles augurios de un destino venturoso, nos hicieron creer que tú serías especial, y no nos equivocamos. Tú llevaras la gloria a nuestro imperio y estoy segura de que tu nombre nunca morirá en el olvido».
Si, concedió Varick, no puedo olvidar mi misión, mi destino. Seguiré luchando, seguiré extendiendo a mis legiones sobre la tierra y mi herencia será infinita. Después de todo  para esto es para lo que he nacido.

Crudos inviernos trascurrieron, asfixiantes veranos se sucedieron, estaciones que se mezclaban unas con otras alargaron la partida de Varick. Y durante cuatro largos años su empeño fue el siguiente: matar, devastar, aterrorizar, amedrentar.
Nuevas naciones, nuevos gobiernos, fusionar culturas, fijar alianzas, robar tesoros, cobrar erarios, dilapidar fortunas, aterrar a doncellas, intimidar a caballeros, pelear y ganar. Su vida era simple, no necesitaba nada más… pero seguía sintiéndose solo. Nada le calmaba, nada le saciaba; ¡ni el vino, ni el fuego, ni cabalgar a caballo! Las grandes bacanales eran orgías vacías, repletas de lujo y derroche. Los besos de las mujeres no eran sinceros, tampoco sus interesados afectos. Y Varick las despreció a todas, incapaz de decidirse a tomar una esposa.
–Por mucho que un hombre luche, por muchas riquezas que acumule, no puede estar solo para siempre, con alguien ha de compartir su vida –de esta manera habló un capitán de su guardia, animado por el acuciante efecto del vino–.  La gente murmura. Sin herederos, sin sucesores, ¿qué les esperará cuando sea emperador? Daría lo mismo que fuera usted quien ocupase el trono o que fuese una piedra quien lo hiciese…
– ¿Una piedra? ¡Tendría que cortarlos a todos por la mitad y colgarlos de las estacas más puntiagudas! ¿Una piedra? ¡Que un mal rayo les parta!
Los que le rodeaban sentados a su mesa se alarmaron al verlo tan enfurecido y temieron por el deslenguado capitán, perdido entre desvaríos:
–Elija una bonita ciudad de su vasto imperio y allí mande construir un digno palacio, en el establézcase, retírese de la vida militar, dedíquese a buscar la felicidad.
Con ojos turbios a causa de la borrachera, el capitán hablaba como si lo hiciera con un viejo amigo y confidente, aunque por supuesto no era así:
–De ser usted yo lo haría, no lo dudaría –abrazando con cariño al odre vacío su arenga se hizo todavía mas abrupta, mas excitada y hueca–. ¡Daría todo cuanto poseo por regresar a mi hogar! Aquel hogar en donde está mi vida, mi familia, mis hijos… Regresaría al campo, vería prosperar los cultivos, sé que no hay nada mejor, de ser usted…
            – ¡Se compara con el hijo de un rey! –bramó uno de los generales de Varick ofendido por tal atrevimiento– Que atrevido rufián…
Había desenvainado la espada, amenazante y dispuesto a cumplir con su deber, el deber de escarmentar a aquel imprudente por su imprudencia, pero Varick detuvo su mano y sus propósitos. Fue el primer acto de piedad y compasión que vieran sus hombres, el primero en toda su vida.
No podía revelar el por que pero no quería matar a aquel sujeto, ni cortarle la lengua, ni dejarle sin cabeza. Y había una razón: era la primera persona que le hablaba así, directamente, con cercanía, con sinceridad. La primera persona que no tartamudeaba o acataba una orden directa, sino que hablaba con libertad, desde el corazón, aunque fuera animado por los etílicos vapores de la bebida.
Aquel consejo le llegó al corazón, ese en donde creía que albergaba una piedra.
Se sorprendió pero decidió que eso era lo que necesitaba. Un hogar, un lugar para vivir, lejos de las obligaciones, lejos de los deberes y de los pesos de su estirpe.
Cabalgó durante dos semanas, viviendo de la naturaleza, bebiendo de los arroyos, cazando lo que encontraba, guiándose por el sol o las estrellas. Y una mañana tras un amanecer especialmente hermoso dio con un sitio. Las vibrantes montañas resplandecían luminosas, azules y lejanas, moteadas de fría nieve. Los valles verdes rebosaban plenitud, los campos vida, frutos, vid. La ciudad que halló en aquel lugar parecía placida, dormida a la sombra de altos árboles. Le agradó el clima, el frescor y las vistas.
Aquí me estableceré, decidió, me olvidaré de la sangre y la batalla, de su fantasmagórico recuerdo, de sus ruinas, de su silencio y su fragor, de la irrealidad inquietante de la guerra, de los deformados rostros y los maltrechos cuerpos, de su acre olor.
No necesitó de nadie, ni emisarios, ni sirvientes, ni los mejores constructores de palacios, ¡no iba a vivir en un palacio! Había decidido probar un tipo de vida diferente, después de todo pensó que eso es lo que haría un hombre sabio; compararía y decidiría, entonces concedería si aquel borracho capitán tenía razón. Si era aquella vida la que merecía la pena ser vivida.
Durante días hundió las manos en la tierra y extrajo piedras y raíces. Aquel trabajo le entretuvo, fortaleciendo su cuerpo aún más. De sol a sol taló árboles y los lijó, la constancia fue algo gratificante. Poco a poco fue levantando su refugio. Un hogar pequeño pero habitable en donde guarecerse de las tormentas y del duro sol.
Terminada su cabaña se sintió pletórico, realizado.
Ahora debo plantar algo, decidió, pero él no conocía nada sobre las plantas y no supo por donde empezar. Intentó buscar una nueva distracción, así que durante semanas trabajó la madera equipándose de todo cuanto pensaba que podía necesitar, cucharas, puertas, una mesa, unas cuantas sillas… ¿pero quien se sentaría en ellas?, maduró desconcertado.
Nadie porque estaba solo. 
Estaba acostumbrado a la soledad, siempre se había sentido solo a pesar de vivir rodeado de gente, pero el no ver a un alma en días le acongojó. Era extraño que profesara aquel abatimiento, nunca lo había sentido antes. Y empezó a tener sueños, pesadillas, inquietudes. Soñó con su abuelo, con su fuerte y dura voz, esa acerada voz recordándole lo de la debilidad. ¿Acaso él era débil? Y si era fuerte, ¿por qué demonios había escapado?
No le gustó aquel sueño y decidió regresar. Un príncipe no podía vivir como un mendigo, el hijo de un rey no podía olvidarse de su reino. Su ausencia de semanas había alarmado al rey, pero no sólo a él. Se decía que lo habían abatido, que le habían obligado a someterse, que estaba prisionero, que el territorio se quedaba sin heredero, que había muerto. Se decía que estaba vivo, pero que había desertado, que había traicionado a su padre, que se había vendido y cosas por el estilo. Se decía que ya no era el guerrero de antaño, capaz de dominar naciones, de esclavizar a pueblos, de tiranizar al mundo.

Varik contempló el horizonte. Ni siquiera cerró la puerta de su cabaña al dejarla atrás. Crispó los puños y con impulso subió a lomos de su caballo. Tenía los puños cerrados y el corazón encogido de comprender que había una guerra contra la que siempre perdía: el reclamo del deber, el ardor de la batalla, la llamada de la sangre. 


Música: E.S.Posthumus-Selisona Pi
Google imágenes.

4 comentarios:

amparo puig dijo...

Bueno, bueno. Magnífico, épico, rico en vocabulario y sensaciones. Supongo y espero que este relato tenga continuación. Ya me dirás.

Ana Bohemia dijo...

Hola amparo, muchas gracias por leerme. Me alegra saber que te ha gustado el relato. Y sí, continua, lo que pasa es que esta historia tiene ya dos años y me atasqué y la dejé aparcada, pero a ver si me pongo a ello.
Saludos
;)

Raquel dijo...

Un relato muy bueno, muy bien escrito, pero se nota que es un trocito de algo mas largo.
Un beso :)

Ana Bohemia dijo...

Hola Raque, gracias por leerme. Sí, ya me conoces, yo y las palabras nos dejamos llevar y siempre llegamos lejos, muy lejos y con mucho peso, no me mido.
Besos
:)

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...