jueves, 28 de julio de 2016

Recuerdos de Makeba


Hay un dicho africano que dice que aquéllos que llegan antes al río encuentran el agua más limpia. Así recuerdo a Makeba, como la mas rápida de las niñas de mi hacienda, la primera en llegar al río y en saltar a él, poco importaba la ventaja que me concediera, ella siempre me superaba, incluso si yo hacía trampas ella siempre llegaba al agua antes que yo. Han pasado cincuenta años pero si me esfuerzo la veo como aquella muchacha desgarbada que fue, aquella niña adornada con coloridos retales y aretes dorados que siempre reía con unos ojos radiantes e intensos como el atardecer.
Nuestras pieles eran distintas, nuestras sonrisas iguales, eso era lo que nos unía. Aunque también ese sano espíritu de la niñez, el de querer salir al mundo, el de querer explorar lo que nos rodeaba, y el de que nada nos parara.
A mis once años Makeba representaba la libertad, la aventura, la osadía, todo eso que a mí no se me permitía. Con ella descubrí el valor de la naturaleza. Junto a ella viví en la propia naturaleza. Los mejores recuerdos, al menos lo mas dorados, pertenecen a mi infancia junto a Makeba: las largas tardes al sol persiguiendo insectos, nuestra manía de descubrir peligrosas madrigueras y de incordiar a sus azarosos moradores, nuestras acampadas bajo las estrellas, sus improvisados platillos cocinados sobre las llamas de una fragante hoguera, el vértigo de trepar a los arboles más altos sólo por el gusto de llegar arriba, nuestras excursiones por el rio sobre una insegura canoa de corteza, su pacifica presencia cantando una distraída nana por las noches en su cabaña, ese aire terso y sano de la meseta…
Hace mucho que mis pies no recorren África, esa parcheada piel hecha de muchos paisajes, hace mucho que dejé atrás a Makeba y a la niña que fui, pero una parte de mí nunca dejará de guardar la esperanza de que algún día nuestros caminos vuelvan a cruzarse, porque “las huellas de las personas que caminaron juntas nunca se borran”.
Hay otra cosa que sé, y es que la tierra en donde el sol siempre quema tiene mil nombres, pero yo siempre la llamaré mi hogar.









Música: Miriam Makeba - Emabhaceni

martes, 5 de julio de 2016

Bébeme…

Era como un peso muerto sobre el edredón, boca arriba, boqueando de dolor y de fuego. Ardía dentro de sí mismo con tal intensidad que le quemaban los ojos. Nunca antes había experimentado tal dolor. Mil abejas podrían picarle en ese instante y las sentiría como una caricia. Así de lacerante era la sensación.
Se sintió morir. Sintió que algo se ramificaba en su garganta, en su cerebro. ¿La muerte? No, era algo peor, para él era peor, el rechazo era lo peor, un “sin adiós” era lo peor, verla desaparecer sin más era lo peor.
Se estaba muriendo. Sintió ganas de gritar, de gruñir, de pelear, de arrancar con las uñas el papel pintado de la pared. Y sin embargo no podía moverse, no podía salir de aquella cama, no podía abandonar ese colchón que nunca compartieron. Se estaba convirtiendo en piedra. Estaba hecho de granito, un pedacito de hielo en su estado sólido, un títere desmadejado y descosido, un desecho, la roña que se seca en un plato usado… una sobra.
Se les había ido de las manos, a los dos, pero ya era irreparable.
¿La quería?, le asaltó la duda. ¿La quiso alguna vez? Ese pensamiento correteó por su cerebro, pinchándole como la punta de una lanza. Y ella a él, ¿le quiso, le amó? El tormento le hizo apretar los parpados con fuerza, cerrando los ojos, como si apagando sus sentidos, desconectándose de la realidad, como si de esa forma fuera más sencillo no pensar en lo que siempre fue: una parte del menú.
Sus rígidos dedos arañaron las pequeñas incisiones de su cuello. ¿Por qué le había dejado hacerlo aquella primera vez de hacía cuatro meses? ¿Era por su aliento embriagador? No, no había aliento. ¿Era por lo que provocaba su traspiración?, ¿por su palpitante respiración?, ¿por el calor de su piel?, ¿o por sus pupilas profundas y oscuras, hipnóticas, intensas? No, nada de eso, ella no sudaba, ni respiraba... ni era caliente. ¿Cuál era el secreto para que le volviera loco de aquella manera?, ¿para qué sacudiera su mundo entero, para que removiera cada espacio, cada nervio de su ser?
“¿Volverás a hacer que caiga la noche a mí alrededor? ¿Volverás a hacer que caiga en la oscuridad atrapándome?”
                Volvió la vista atrás, maldiciendo su ingenuidad. La conoció por casualidad en la barra de un bar. Fue difícil no percatarse del apetito con que le observaba desde las sombras. Eso le aturdió e intrigó, así que no tardó en propiciar un acercamiento. Nunca imaginó hasta que punto ella tenía hambre ni de qué. De todas formas no puso mucha resistencia y se dejó arrastrar hasta el rincón más oscuro del callejón más siniestro para descubrir maravillado y horrorizado la importante dimensión de aquellos besos.
Fue al separarse cuando lo vio, como la punta de su lengua asomó ligeramente para saborear la sangre que moteaba sus exquisitos labios, fue un gesto fugaz, casi imperceptible, pero tan intenso que se grabó a fuego en sus retinas. El recuerdo de aquella lengua paladeando con gusto el brillante líquido que antes corría libre por sus venas le persiguió como un sueño imposible. Sangre, sangre, sangre. Era su sangre, viscosa, metálica, obscena, real, roja. Aquel ejercicio de poder y de dominación le conquistó, tal vez también lo hicieron sus ojos de vampira, su melena negra y su boca desafiante. Se enamoró de la mujer que profanaba su yugular lujuriosamente cuando se le antojaba. Por supuesto él se dejaba, se sometía, se rendía a su molesta sed. Para ella era un refresco, para él el único ritual de su intimidad.
Sacaré un poquito de ti y lo meteré en una botella, quiero beberte, quiero emborracharme de ti siempre…
Y él se creyó que aquello era amor.


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