viernes, 26 de agosto de 2016

Pesca especial

Tommy sabía sobre mareas que brillan, sobre fosos marinos que albergan secretos como restos de otras civilizaciones o centros gubernamentales de cooperación extraterrestre, bien puede que eso no fuese real más bien una conjetura, pero conocía lo suficiente sobre fondos abisales donde no ha penetrado la luz y triángulos misteriosos como para hacerse una idea de que, lo que había allá abajo, en el fondo, fondo, fondo del mar, era poderosamente desconocido y considerablemente fascinante.
Su fascinación por el mar era tan inmensa como el propio mar, le venía de siempre, corría por sus venas como el agua salada lo hacía por la quilla de un barco. Y por eso mismo conocía las historias que había que conocer. Pertenecía a una estirpe de marineros y hombres de mar ¡todo un estilo de vida! Además su madre era una de las pocas mujeres fareras que seguían en activo.
Tommy vivía en un litoral famoso por sus hundimientos, donde las conversaciones normales giraban en torno a  barcos partidos por la mitad como astillas, olas cual paredes de más de 40 metros de alto obviamente creadas de la fantasía, y leyendas de fantasmas de ahogados, que se sumaban a las otras historias que contaban los más ancianos para enfrentarse al mar, leyendas de los supersticiosos, agüeros que a él no le provocaban ningún temor ya que su barquita no estaba hecha para manejarla con miedo. Y a eso se dedicaba Tommy casi todo el tiempo: a bogar al amor de las mareas bajo la sombra del faro.
Los días de tormenta su madre le prohibía navegar y lo varaba en tierra. Lo malo del caso era que ella consideraba tormenta a cualquier lluvia que cayera hasta la más insignificante.  ¡Qué sentimiento tan cruel era para Tommy no sentir el viento lleno de sal en la cara! Era tal la nostalgia que a Tommy no le bastaba con corretear por los astilleros ni jugar entre los esqueletos y estructuras de los barcos viejos para aliviar su necesidad, el arrullo de las olas le llamaba como el canto de una sirena.
Aquella noche de tormenta cayeron más de 300 relámpagos en la costa. Unos buscaban al faro igual que polillas atraídas por la luz, otros perforaban la rizada superficie marina que por unos instantes se quedaba blanca y lívida por el sobresalto. Los brillos nocturnos del mar habían sido algo que Tommy había estudiado mucho, con bastante contemplación y detenimiento. Desde su ventana, redonda igual que la estructura del faro,   descubrió como unas persistentes luces azuladas parpadeaban a la deriva. No eran luces mecánicas, no procedían de ningún dispositivo, lo que brillaba ─determinó prismáticos en mano─ era algo vivo que emitía su propia luz. Estudió el destello durante horas, esperando. Quedaban apenas un par de horas para el amanecer cuando se decidió. La tormenta había cesado pero aún se percibía cierta nota eléctrica en el aire, especialmente por el olor que éste desprendía, tan característico como el del ozono. Muy de vez en cuando los silenciosos relámpagos coloreaban de malva la oscuridad, luz que por un momento complementaba a la de su linterna. Con el chubasquero cerrado hasta las orejas Tommy sostuvo sus utensilios de pesca, especialmente comprobó el estado de su red, y de un salto se sentó en la bancada del bote, aferrándose a los remos, ¡no había tiempo que perder! Avanzó con determinación hacía la luz. Algunos minutos después, cuando le parecía que estaba a punto de alcanzarla,  ésta se apagó. Tommy la buscó a la desesperada hasta que descubrió que algo iluminaba el bote desde abajo. Alongado sobre el costado de popa se percató de que se trataba de su luz, luz que cambió del azul al rojo y otra vez al azul, luz que no pertenecía ni a un calamar ni a una medusa ni a un alga, era algo que nunca había visto, sin duda una especie nueva, o una especie vieja, pero algo completamente extraño y fascinante. Dudó unos instantes pero terminó lanzando la red. Lo que subió a bordo le maravilló. ¿Qué podía ser eso? ¿Una cría de kraken, tal vez? ¿Algún ser mitológico perdido en medio de la evolución? ¿O se trataba de otra cosa, algo que no era de ese mundo, algo que venía de más lejos, de más hondo? Tommy lo introdujo con cuidado en el agua de su cubo, tenía que llevárselo a su casa para estudiarlo mejor.
El sol clareaba la madrugada cuando amarró la barca y corrió con torpeza por el pantalán con el cubo en ristre. No hizo ruido al deslizarse escaleras arriba hacía su habitación. Se sentía realmente excitado. Temblaba cuando decidió cambiar de recipiente al espécimen, metido en ese cubo de goma no podría estudiar con fundamento aquella fisionomía, y era vital que lo hiciera. Lo apropiado sería buscar una pecera pero él no tenía ninguna. Pensó en algo que pudiera servirle para tal fin, algo que fuera ancho, no muy grande, y por supuesto de cristal. Clavando los ojos en la estantería encontró la solución, y no pudo esperar. Al introducirlo en el antiguo jarrón de cristal de su madre aquella cosa de un solo ojo cambió de color, esta vez su luz era amarilla, amarilla y perturbadora, tanto que Tommy se sintió algo cegado y mareado. Sentado en la cama, incapaz de moverse, descubrió aterrado que lo que él había metido dentro del jarrón empezaba a cambiar de tamaño... y que obviamente no era sólo un pez, un pez no caminaba sobre sus aletas.
“Mamá vendrá a ayudarme”, imaginó, “en cuanto oiga el ruido de los cristales aparecerá”, se dijo a sí mismo para calmar la angustia de presentir que lo que él había robado al mar era menos insignificante y más peligroso de lo que se figuraba. 


viernes, 19 de agosto de 2016

Olor a mar

¡Cuánta paz respiraba aquel lugar! El rítmico y acompasado sonido del mar, las olas llegando a la orilla mudas y cansadas, lentas y pesadas, mareas que han viajado kilómetros sólo para besar aquellas rocas apiladas, agrupadas en racimos descontrolados sobre el litoral.
Las piedras negras están moteadas de verdor, el  verdor ambarino y oxidado que dan las algas. Y a eso huele el aire, a alga verde y a sal.
El mar es azul y va surcado de ondas dinámicas que se mueven y oscilan y arañan las retinas con el brillo de la luz del sol que parpadea y fascina. Da la sensación de que hay diamantes a la deriva, botines piratas perdidos, gemas extraviadas del joyero de una sirena.
El mar es penetrante, de un azul degradado. Al fondo en la línea plana e infinita del horizonte está más remarcado, es en la costa cuando sus tonalidades son mas verdes hasta que estalla en espumas blancas. ¡Cuánto poder tiene el agua!

Aquí la playa es de piedra, rocas cuadradas y dentadas que apenas dan paso a un escueto reducto de arena, altar de los bañistas. En la arena negra hay guijarros hundidos en dónde la espuma del mar se enreda y burbujea, marcando al retirarse la ola un camino de uniformadas burbujas blancas en un desfile hacia el mar. Justo arriba, en las montañas que se asoman al océano, plano y azul, hay tabaibas. Las tabaibas aguantan secas en una costra marrón, las temperaturas y el sodio tragado las han secado. Más allá hay cuatro palmeras típicamente canarias, algunas enredaderas y flores de hibisco. Una  familia de cangrejos se ha instalado sobre una piedra. Son negros y se camuflan. Se mueven como si bailaran un vals. A pocos metros, en el remolino del agua un pez alargado y picudo como una espada bucea girando con las olas picadas. Casi enseguida el pez consigue escapar del trombo de agua tibia y hacia allá se va, hacia mar abierto. Lo persigo sin dudar, guiada por un impulso, ni siquiera me he ajustado las gafas y el tubo. Me sumerjo. Mi corazón se detiene, no hay palabras, ¡no las hay!, me he quedado sin ellas después de descubrir el inmenso y colorido mundo nuevo que encuentro allá abajo. Es fascinante que aquel paisaje pudiera superar en tanto al de arriba…


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